Con total convicción les puedo decir que todo el mundo adora recibir comida como regalo. El secreto está en que sea algo especial, pensado y elaborado con cariño. UN regalo foodie no falla jamás.
Regalar o intercambiar productos comestibles es un clásico de mi familia. Cuando vinieron de Alemania, mis abuelos se instalaron en Entre Ríos y vivían en el campo. Vivían exclusivamente de la actividad agrícola y toooda su vida, y luego la nuestra, se organizó en torno a eso. Se cultivaban cereales como actividad principal y se mantenían animales de granja y una huerta para consumo de la casa. La producción primaria, las estaciones y la cocina son lo nuestro desde siempre.
La huerta de mis abuelos tenía todo lo que se puede pedir en el clima del litoral: tubérculos, semillas, frutas cítricas, frutas de carozo, higos (oh my…), moras, verduras de hoja, cereales, paltas y miles de etcéteras. Cuando digo de todo, es DE TODO. Mi abuela Tina era la encargada de cultivar y administrar lo que obtenía de ese parche de tierra que estaba estratégicamente ubicado detrás de la casa. Ir a la huerta era el equivalente de ir al almacén de hoy.
Una vez planeado el menú, mi abuela salía con una canasta de mimbre y buscaba lo necesario para ejecutarlo. Había un galpón donde se guardaban las papas, las batatas y las cebollas cuando no estaban en temporada, y una despensa donde había conservas y embutidos. En ese momento me parecía lo más obvio del mundo ir a abastecernos de lo que la temporada pasada habíamos plantado, qué locura. Era el paraíso. Bah, lo recuerdo como uno de los mejores momentos de mi vida.
Mi abuelo Pedro salía a trabajar en el campo muy temprano y a las 10 volvía a la casa por un refrigerio. Se tomaba mate amargo bajo un palo borracho. El árbol había muerto hacía tiempo, pero una Santa Rita lo usaba de bastón y en realidad parecía que uno estaba sentado bajo un Bao Bab de flores fucsia. No tengo fotos, obvio, pero ojalá se lo puedan imaginar. Yo tenía una sillita baja -fabricación casera- cuyo cuerpo era de madera y su asiento y respaldo de tiento. Mi abuelo se sentaba en lo que yo asumía era el padre de mi sillita. Ahí le cebaba mates y compartíamos una rebanada de pan con chorizo salado casero. No hablábamos mucho mucho, era una actividad más introspectiva que otra cosa.
Los chorizos se preparaban con nuestros propios cerdos y como era una tarea grande, se invitaba a los vecinos más vaqueanos para compartir la tarea. Mis abuelos devolvían el favor haciendo lo mismo en otras ocasiones. No sé por qué, pero era un flor de plan. Los chicos jugábamos todo el día, comíamos rico y nos mandábamos un par de las nuestras. Los grandes trabajaban hablando en alemán y riéndose de lo que nosotros suponíamos eran “chistes verdes”. De cada casa salía una colección de embutidos: chorizos, tocino, jamones, patés…
La cuestión es que sin mucha alharaca ni nada, cada domingo íbamos de visita a la casa de vecinos y parientes y llevábamos canastas con huevos, tortas, verduras… y cuando nos íbamos, nos llevábamos otra canasta llena de productos diferentes. Cada uno daba lo mejor de lo suyo y así todos tenían de todo. Una señora amiga/pariente de mi abuela se llamaba Marciana y cocinaba unos strudels de epopeya. Insisto… qué buenos tiempos.
¡Qué alguien me detenga! No sé qué pasó con esta historia, pero se trata de preparar comida, regalar comida, ser feliz con lo de uno y pasárselo a los hijos. Espero haberlo hecho bien.
Que ganas de seguir leyendo!!!
Que lindo leerte! De mi breve paseo por Santa Anita tengo los mejores recuerdos. Entre ellos obvio la comida!! El budin de pan con cordero!!!!